Coronando la montaña, y ocupando su cúspide casi por completo, una vieja ermita custodiaba el valle viendo pasar la vida.
Los negros nubarrones de tormenta que amenazaban la tarde salmantina se instalaron en el pensamiento de Fernando de Zúñiga.
La silueta de la torre de la vieja catedral charra pareció devolverle la sonrisa…
Por aquel entonces, Fernando de Zúñiga era un joven recién llegado a Salamanca…
… hasta toparse con una explanada en la que se encontraba el hospital del Buen Pastor y una sobria pero elegante iglesia construida de ladrillo con argamasa de cal y yeso.
Las campanas de la catedral extendieron los tañidos del ángelus por las calles de Zamora.
Un viejo puente de traza medieval dio la bienvenida a la berlina polvorienta.
Unas cuantas piedras, cuidadosamente colocadas, confeccionaban el retablo tras el altar, de suelo a techo, en forma de arco de medio punto.
Como cada miércoles y cada sábado, el bullicio se erigía en el protagonista de la plaza de San Severino.
Portugalete, el antiguo Puerto de Galeotes, era una empinada villa con una rancia tradición marinera.
Aquel fin de semana la villa honraba a Santiago, su patrón…
Apenas tuvieron que ascender media legua para avistarlo, casi escondido durante quinientos años en medio de un bosque de robles.
Su belleza tal vez radicara en su singularidad, ya que apenas existían construcciones similares en tierras vizcaínas.
No obstante, ya que les pillaba de camino, había decidido detenerse previamente en la ermita de San Pelayo.
El islote de San Juan de la Peña permanecía tan callado como ellos, restañándose de nuevo de las heridas infligidas por los hombres.
El mar, el viento y las aves orquestaban con esmero sus pacíficos sones.
Cuevas, casas, iglesia, montaña y ermita parecían haber sido pintadas por un único color… el color de la tierra.
Don Fernando y Pelayo hicieron su aparición en Valdetrigueros a primera hora de la tarde.
Entre campos de trigo recién segado, las plantaciones de viñedos se vislumbraban como un oasis en un desierto.